DENNIS RADÜNZ
crónica
ISLA DEL CARBÓN
(Traducción de Eleonora Frenkel)
Nunca descubrí un Nuevo Mundo. No poblé destierros. Nunca pisé una isla nueva, despierta de un sueño antiguo de la geografía. Lo que quedó por descubrir – se estima – reposa hondo en el océano, o levita, en la vía láctea, más allá del alcance de las cartas náuticas. Pero descubrí como llegar, andando en el descentro, al lugar exacto de una desaparición. Llegué sin buscar. Fue por el espejo de la tarjeta postal que atravesé los días viejos y, al final, llegué a la Isla del Carbón, la tierra de suposición en el mar estrecho de la Bahía Sur.
Ella era la meseta de piedra que se elevaba en la línea del agua, en el fondo de las fotografías, a medio mundo entre el puente Hercílio Luz y los astilleros de la Hoepcke. La usaban para almacenar, en el Castillo térreo, las cargas negras, combustibles y carbonarias. La usaban para suministrar, en el mar, el vapor de los navíos y defender de incendios el muelle Rita María.
La llamaban, entre dientes, de isla de los ratones. Era la isla de despensa. Pero el que la viera distante – desde la Isla de los Viñedos o desde la orilla del Mercado Público – adivinaría sus coordenadas: ella restaba entre dos olvidos. Exactamente. Fue una utopía tímida, ella, isla-carbonera tomada de inmateria.
No la puedo imaginar afuera de la fotografía, pero cuando yo cruzo los lapsos de memoria de la ciudad vieja – el pedestal sin columna-monumento a la Guerra de Paraguay, el Miramar sin-techo o los pedestales sin busto del inmortal en la Plaza XV -, casi alcanzo el resto del fantasma de la ínsula del Carbón. Y dicen que el ectoplasma de sus piedras duerme en el pan dormido de los mendigos de domingo de la Calle Anita Garibaldi o en las viviendas de los errantes en la vereda del Museo Victor Meirelles.
Imagino que ella se consumió por adentro, en lo leñoso de su cuerpo, como braza, y se terminó en las cenizas del rescoldo, perdiéndose en la combustión interna de la Isla de Santa Catarina, esa que se aposó de su terreno diminuto y allanó la marea alta, coció sus arterias y anillos viarios y edificó un nuevo exilio en lo sin-vida de los aterramientos. En la ruina de Burle Marx. En la sobrevida de su línea de cielo confusa.
Dicen que la pisaron con el mojón del puente Colombo Salles. Otros dicen que ella se enterró en el centro del lago de las banderas, en el vacío enfrente a la Terminal Rita María. Entró, de a poco, en la zona sombreada de la amnesia. Sufrió tierras. Contrajo ciudad.
Debo decir: no tuve isla como lengua materna – soy del río y hablo desde el delta, idioma de agua dulce que traduzco para la sal -, pero comprendo, en el silencio de los satélites, la señal de s.o.s. que otra isla, la de las Arañas, envía hacia el último de los urbanistas. Ella teme el avance de la Punta del Coral y su hipótesis de hotel y de tentáculo de tierra que, al fin, la encubra bien en el centro de la bahía-muerte. Pero son apenas las variables del mundo del capital. No tengo profecías y mis ojos se apaciguan con el islote, aún vivo, en el mar calmo y negro y blanco de la tarjeta postal.
“Fotografía es el espejo que recuerda”, escribió el anónimo citado por Benjamin, en una página del "Libro de los pasajes”. El espejo, aún vacío, se acostumbró a recordarnos. Al contrario, el espejo de agua de la bahía olvidó la Isla del Carbón, pero la tarjeta que la recuerda, aún así, lleva la firma de Colón (la Foto Postal Colombo que vendía su imagen). Remite al otro mundo de lo que fue, pero no es más, y sigue siendo en el archivo, o en el terreno de la historia oral.
El nuevo mundo de la era de los recubrimientos.
Tierra de suposición en la entrada de Estreito, la Isla del Carbón fue olvidada del lado opaco del espejo. Es en esa superficie gris plomo que ella se revela, escondida, y me despierta para nuevos sueños de geografía.